Versos a oscuras

Cuando se apagó todo el mundo, solo se iluminaban mis ojos, y era por proyectar tu reflejo. Aquella noche, en la que las farolas se rindieron, los semáforos enmudecieron, y hasta las pantallas, esas que nunca descansan, se tornaron negras, yo me mantenía iluminada. El apagón lo cubrió todo, como el manto de nieve que impide respirar la piel que viste cualquier montaña. Pero en medio de esa oscuridad repentina, tú eras claridad. La única chispa que no venía de fuera, sino de dentro, y que a su paso desactivó mi instinto de supervivencia. La luz para sorpresa de todos, provenía de mí, sí, pero causada por el gesto torpe, sin intención, casi accidental que nunca nadie había querido iniciar. Pulsaste el interruptor, sobre el que sin buscarlo, apoyaste la espalda para acomodarte y mirarme por dentro, un mínimo roce que encendió todo lo que estaba dormido dentro de mí. Se iluminó un lugar que ni yo recordaba tener dentro. Lo hiciste mientras hablabas de tus miedos, y sin quererlo, espantaste los míos. Nos desnudamos el alma, sin necesidad de tocar el cuerpo, las palabras eran caricias, los silencios eran refugios. Las horas pasaban y ni lo sabíamos, como si el tiempo también se hubiera ido junto a la electricidad en el apagón. Me viste, me viste en un mundo en el que gana quién más logra permanecer esquivando la vista. Jugaste a perder, me sostuviste la mirada casi sin parpadear, y la que terminó perdiendo la mirada fui yo. 

Y es que hay cosas que se escapan, cosas que uno no es capaz de controlar, como esa corriente que se activó dentro de mí cuando acercaste tus dedos a mis heridas. No intentaste curarlas, pero si las tocaste con delicadeza, reconociendo su existencia y me recordaste que no merecía llevarlas en la piel. 

Me cuesta asumir que la última vez que tus labios rozaron los míos fue, realmente, la última. Esa vez no hubo despedidas, solo un silencio que se volvió definitivo. No me arrepiento de haber soñado con dormir juntos, con presentarte a mis amigos o de verte acariciar a mis perros, porque para mí si era un objetivo realista. Me enseñaste a dejar de pensar tanto, a simplemente ser, sin máscaras, sin excusas. Y en esa simpleza, fui suficiente.

Vivimos muchas primeras veces, pero sobre todo aprendimos, uno del otro, la vulnerabilidad, esa que tenía enterrada bajo capas de decepciones, se dejó ver contigo. La trataste con ternura, la hiciste florecer y me permitiste presentarte a la niña que siempre quiso tener oportunidad de salir, bailar y volver a acurrucarse entre dos brazos. Ambos acortabamos las distancias en cuanto podíamos, para rozar nuestras manos y erizarnos la piel, menos aquel día, que esos mismos centímetros servían para tomar carrerilla e iniciar la huida, sin mirar atrás, para no vernos llorar. 

Lo más difícil fue tenerte cerca y no poder tocarte. Oler tu perfume, ver cómo el sudor resbalaba por tu frente… y contenerme un abrazo. Querer apretarte entre mis dos brazos y decirte que todo estaría bien, cuando ni yo lo sabía. Te sostuve. Pero nadie me sostuvo a mí mientras todo lo que había construido con esperanza, se desmoronaba en silencio. Recuerdo apretar los puños, como si el dolor físico pudiera suplantar la impotencia, como si la piel pudiera hacerle el trabajo sucio al corazón.

Aun así, te repito que no me arrepiento. Aún espero que una notificación en mi móvil lleve tu nombre, no para revivir lo que pudimos haber sido, sino para saber que sigues bien, incluso sin mí. Porque aún en mi ausencia, quiero verte sonreir, mientras saboreas una estrella bien fría. Después de todo, me doy cuenta de algo: aunque, alguna vez, quisieron sembrar la semilla de la oscuridad en mí, esta no floreció. Aún sin conocerte, estaba dispuesta a darte todo lo que llevaba dentro y quizás ese fue mi primer error. 

La noche pasó, el mundo volvió a encenderse, pero la luz que dejaste sigue aquí, temblando, tímida, como una vela que resiste al viento. Ojalá, cuando la vida te dé una tregua, recuerdes que alguien quiso sostenerte para que no te marearas al bajar de aquella casualidad que hizo que coincidieramos.

Si alguna vez, encuentras una hoja desgastada por el paso del tiempo, escrita con más corazón que técnica, y en ella reconoces un eco familiar, que sepas que ese eco soy yo. Y es que no tuve tiempo de enseñarte todo lo que sentía, pero tal vez, con suerte, me encuentres entre líneas escondidas en algún rincón olvidado de internet, donde dejé lo que no supe decirte. Si llegas hasta ahí, sabrás que fue la misma casualidad, esa que tú siempre insististe en llamar destino, la que te llevó de nuevo a mis palabras, como te llevó un día a mí. No espero que vuelvas, ni que leas esto. Solo que, por un instante, al encontrarlas, sonrías con la nostalgia que deja lo que pudo ser y fue, solo por un momento.


Un abrazo virtual,

Grappa D. Mente

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