Una calada de tí.

Desde la comodidad de mi casa, en el balcón, mientras la brisa de la inminente primavera me roza las mejillas y sacude de vez en cuando mi pelo, observo la peculiaridad del ser humano. Un niño de apenas tres años suelta la mano de su probable abuela tras aferrarse a ella con fuerza para cruzar la calle. El tubo de escape de una moto contamina el melódico tarareo de otro pequeño, que sin miedo a ser escuchado, vocifera bajo los arboles del parque. El celeste cielo, bajo el que escribo, comienza a teñirse de tonos anaranjados avisando de que la noche cerrada, es inminente. Las farolas ya encendidas bañan de un tono sepia los bancos, donde dos adolescentes desatan su puberto deseo, el uno por el otro, mientras se fusionan en un feroz y hormonal beso. El tráfico es fluido y lento al mismo tiempo, los coches ya no llevan la prisa del lunes puesto que, el viernes ha acariciado sus carrocerías haciendo que el motor ruja con un poco menos de estrés. Y a mí, que la brisa de antes me empieza a congelar la punta de las falanges mientras escribo esto, me invade una sensación extraña a la que me atrevo a denominar tranquilidad. Ultimamente, entre estudios, circulos de amigos y familia me cuesta trabajo darme el permiso de sentarme a no hacer nada. Siempre he sido una persona muy observadora y silenciosa, porque me gusta que los sonidos del mundo me recorran cada rinconcito de mi cuerpo mientras a través de los ojos soy capaz de poner cara, ojos, color y nombre a lo que oigo. La ultima vez que estuve en este mismo balcón, no me encontraba sola y es esto también lo que me ha llevado a sentarme hoy en esta silla de madera que ya me empieza a resultar incómoda. En aquella ocasión, el humo de un cigarro me acompañaba y junto a él una botella de agua, otra silla tan incómoda como esta, y un perfume que despertaba en mí nerviosismo, serenidad, confianza y juventud. Nunca me había permitido sentirme niña, sentir el calor de otro cuerpo que sin rozarme, erizaba la piel de mis muslos que dejaban al descubierto los pantalones que llevaba puestos. Quería y necesitaba que me apretaran entre esos brazos, que me sostuvieran y no me soltaran. Y no porque me de miedo estar sola o no sentir nunca ese cálido contacto, sino porque se despertaba en mí aquella niña que nunca se sintió digna de recibir una muestra de cariño, aquella que todavía no se cree que sea merecedora del amor que está rozando, con los mismos dedos que antes se empezaban a enfriar. No sabemos el efecto que causamos en los demás, la mochila que carga cada uno a sus espaldas, las heridas que aún están supurando ni las veces que reverbera en su cabeza, una palabra, un gesto, un cumplido o un hecho que hemos iniciado sin otra intención más que satisfacer un deseo propio de hacer ver a la otra persona lo que llevamos dentro. Para bien o para mal, gracias, infinitamente gracias. Porque nunca llegué a imaginar, que la persona que hoy intenta explicar con palabras todo lo que le recorrer por las venas, podría sentirse a gusto junto al contacto de otra piel que no pertenece a su cuerpo. Quizas solo seamos un instante, una calada de tu cigarro, pero para mí siempre serán eternos los aprendizajes que sin intención estas instaurando en mí, a pesar del ruido del pasado, que aún resuena en mis oidos. Y mientras el cielo termina de oscurecerse, y la ciudad se acomoda al murmullo de la noche, yo me quedo aquí, con el corazón un poco más blando y la certeza de que, a veces, basta con detenerse para descubrir lo mucho que sigue latiendo dentro. Quizás mañana este mismo balcón me reciba con otra historia, otro silencio, otro eco que me recuerde que sigo viva, sintiendo, aprendiendo a querer sin miedo. Tal vez, al final, solo se trate de eso: de permitirnos ser tocados por lo invisible, aunque no sepamos si se quedará o se irá con la próxima ráfaga de viento.

Un abrazo virtual,

Grappa D. Mente

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