Oda a la envidia.
Siempre le tendré envidia a aquellas personas que viven, en presente, sin morir en el pasado. Personas que no se retuercen de dolor por una llaga aparentemente cerrada, que de vez en cuando decide supurar. Situaciones que deshacen los puntos que años atrás cosiste, a mano y con dificultad, a la piel que albergaba esa misma herida. Palabras que recuperan, a camara lenta, destellos del pasado anclados en tus retinas sin posibilidad alguna de desaparecer. Gélido aliento en el cuello que te recuerda que siempre, siempre, está ahí latente aunque la trabajes, le hagas la cama y le beses la frente antes de acompañarla a dormir. Dolor que la anestesia no cura y que el sueño apaga, lágrimas que arden al caer por tu mejilla y miedo desgarrador, compresivo y abusivo del que tienes que despegarte para recordar que ya no, que ya no estás ahí.
A veces, te recuerda que lo bueno se desvanece al igual que el humo que hondeaba la vela que pregonaba la llegada de tu quinto cumpleaños. A veces, te recuerda que lo tuyo vale y duele por tres, solo porque tuyo es. A veces, la niebla del Amazonas escoge conocer mundo, con un billete en turista de aquella compañía aérea tan económica, para acabar aterrizando en un remoto e inesperado lugar: tus ojos. Y es allí donde decide comenzar a construir aquello que nunca ha tenido pero que siempre ha añorado, un hogar.
Y es que, el deseo de lo que nunca has rozado con la punta de tus dedos tan siquiera, es frío y cálido a la vez. Es áspero, de hecho, coloca estrategicamente capas de desesperanzador hielo alrededor del órgano que aviva el resto de tu cuerpo para que el tacto se vuelva doloroso, inclusive. Al fin y al cabo la evidia se arrastra, como un veneno lento, no por ello menos letal, que se filtra en los poros de aquellos que no se han roto. Cada sonrisa ajena, funciona como un aviso, un recordatorio de lo que nunca fue ni simple ni sencillo. Un recordatorio de las guerras libradas, siempre en el mismo campo de batalla en el que no siempre había un vencedor. Donde las primeras veces solo magullaban un poco la piel y donde las últimas mataban desangradas a ambas partes. La maldita suerte del principiante decían, pero lo que no sabían es que todo ocurría en la más absoluta oscuridad, sin que nadie les viera. Esto acababa generando un clima de desesperación, angustia y olor a hierro que se podía percibir a kilometros de distancia. Un clima que todo el mundo perfumaba de indiferencia, mientras ellos intentaban encontrar los restos desmembrados que en el lugar se hayaban. Sin embargo, no hubo suerte.
La envidia es esa incomodidad de estar atrapado en un presente marcado de cicatrices no tan invisibles, mientras los otros danzan en su burbuja de libertad, ajenos a una historia que los ha dejado fragmentados. No es solo un deseo de lo que no se tiene, es la rabia de verlo existir, en tercera persona, sabiendo que nunca pudo existir en primera sin ser arañado. Al final, el dolor se convierte en la prisión del cuerpo pero también del alma. Es el cruel contraste, en blanco y negro, entre el peso de un alma rota y la ligereza de aquel que nunca ha sido acariciado por el caos.
Envidia: nombre femenino, sentimiento hetéreo y callado que te consume el alma. Deseo silente de lo ajeno que, apaga la luz de lo propio.
Un abrazo virtual,Grappa D. Mente
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